Elena se calzó aquellos viejos
mocasines que había heredado de su padre. El despertador azul y redondo de
inexorable timbre no había sonado y era evidente que no llegaría a tiempo al
trabajo. Lavó sus dientes con la gastada yema de su dedo índice derecho, preguntándose
una vez más por qué no usaba el izquierdo para la parte derecha de su boca.
Carajo… con lo que cuesta hacerlo con el dedo hacia atrás –pensó. Intentó
organizar su enmarañado pelo, que luego de tan calurosa noche parecía haber
sufrido los estragos de un remolino de viento. Aún la blusa de pequeñas
florecitas la llevaba sin abotonar, pero esto era algo que siempre podría hacer
por el camino. Corrió los escasos cinco pasos que le separaban del baño a la
cocina. En la cafetera encontró un sorbo de café que apuró con avidez mientras
saboreaba en su mente un trozo de
gaceñiga con café con leche… qué lujo, dijo en voz alta. La llave… ¿y la llave
del candado dónde la había dejado? Elena estaba obsesionada con esconder cada
noche la llave en un sitio distinto. Temía que alguien entrara en su cuarto de
aquel semidestruido edificio de la Habana Vieja, pero no caía en cuenta de que
el candado lo colocaba por dentro. ¿Quién va entrar desde fuera si tú lo pones
por dentro Elena?, le decía a cada rato su vecina, cuando a través de la
ventana del baño y sentadas ambas en sus respectivos inodoros, intercambiaban
pareceres, preocupaciones, aceite por azúcar e ilusiones. El mayor anhelo de la
vecina era poder conocer a su nieto que había nacido hacía sólo dos meses. Su
hija había marchado para Ecuador y ahora intentaba llegar a Miami… No te
preocupes mami –le dijo por teléfono- esto es como una caravana… vamos de sitio
en sitio, dormimos en albergues improvisados y de paso conocemos muchos
lugares… como yo estoy preñada tengo más posibilidades y cuando para será más
rápido todo. Por su parte, los anhelos de Elena eran más simples. Una tarde de
cine, una paletica de helado, cerrar con calma los botones de su blusa,
encontrar las llaves del candado cada mañana, un cepillo de dientes, en fin,
anhelos cotidianos.
Elena hacía dieta. Tomaba poca
azúcar y pocas grasas (a esto contribuía la cuota mensual). Nunca se comía el
migajón del pan, incluso a veces lo usaba para hacer figuritas que dejaba
endurecer en el plato rojo que quedaba de la vajilla de su abuela. ¡Vaya! -se
dijo- menos mal que pensé en mi dieta. Es que a veces Elena escondía la llave
del candado dentro del pan, como no comía la masa…
Pellizcó sus mejillas como tantas
veces había visto hacer en las películas, mordisqueó sus labios intentando
enrojecerlos… Una sensación rara le subió por el estómago. Dejó que su mano se
deslizara por el cuello, enredándosele con la melena desordenada que cubría sus
hombros. Elena estaba viva. Su blusa desabrochada, la masa del pan, sus labios
mordidos, el candado por abrir… pensó en su último amante, en aquel hombre
ligeramente menor que ella, delgado, de pelo corto y orejas grandes, de brazos
fuertes. Miró a su alrededor y buscó algún rastro de la pasada noche de
domingo, cuando al regresar de un largo paseo se tropezó en la esquina de su
casa con él. Ella iba metida en lo suyo, meditando dónde esconder esa noche la
llave del candado. De pronto, al girar en la esquina se lo encontró cara a cara
y llave en mano. El hombre más joven la miró de arriba abajo. ¿Vives por aquí?
–le preguntó fijando la mirada en la llave que Elena sostenía con fuerza. ¿Me
das un vasito de agua? Bueno, si no te importa subir cinco pisos por la
escalera. Él la siguió mientras ella aceleraba el paso. Que no se notara que
iban juntos… ¿juntos? Rara sensación para Elena. La noche del domingo tuvo un
final húmedo. El hombre salió de la cama de Elena, empujó la puerta del cuarto
y se fue.
Elena volvió a mirar a su
alrededor. No había ninguna evidencia de la noche del domingo. El tiempo se le
echaba encima. Tenía que bajar los cinco pisos, caminar hasta la calle Egido
para poder coger la guagua hasta su trabajo. Quiso comprobar la hora, fue en
vano. Su reloj despertador estaba muerto y su vecina aún no había abierto las
ventanas.
¡Ay madre mía!, ¿por qué siempre
me pasa esto? -dijo casi en un ahogado grito. Tenía la llave en una mano, una
bolsa plástica en la otra con algunas monedas, un bolígrafo, la libreta de la
comida (por si acaso) y un abanico de cartón que le habían dado en la última
concentración revolucionaria. Pensó en la hija de su vecina recién parida
atravesando medio continente por un sueño. Pensó en tener que subir al P8
repleto de gente. Pensó en la masa de pan entre sus dedos, en el hombre
ligeramente más joven entre sus piernas. Pensó en que era por la mañana y no
tendría que esconder la llave del candado. Entreabrió la puerta y puso el cojín
que le habían regalado por su cumpleaños en la silla de madera que aún tenía
sus patas intactas. La acercó a la ventana desde donde podía mirar la calle. Se
sentó mientras apoyaba su brazo izquierdo en el borde de la ventana. Miró. Miró
una y otra vez a la calle. Eran las 6:30 de la mañana y ya se veían algunos que
iban de un lado a otro. Incluso pensó que ella tendría que ser alguno de ellos
camino a su trabajo. Su blusa aún estaba desabotonada. Se descalzó los
mocasines. Miró hacia la puerta entreabierta. No había nadie. Nadie entraría.
Nadie se la encontraría al doblar en la esquina de su casa. Fue entonces que se
dio cuenta que no llevaba puesta la falda que había planchado con tanto esmero.
Se sintió desnuda. Acarició sus muslos y se masturbó.
Elena volvió a mirar a la calle.
Ya el sol comenzaba a asomar detrás de los edificios. Se levantó. Cerró la
puerta. Colocó el candado. Devolvió la llave al migajón de pan. Se metió en la
cama. Mordisqueó nuevamente sus labios para estar bonita y cerró los ojos. Escuchó
cómo chirriaba la ventana de su vecina al abrirla pero no hizo caso. Elena es
feliz.