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sábado, marzo 26, 2011

Excuseme, but my name no es Rudy O'donell (carta a un amigo)


Hace tiempo que esta historia ocurrió, en la época en que amanecer boca abajo, tendido en una playa desierta, era tan apacible como común. Mi brazo derecho aún no había abandonado mi cuerpo en busca de lo desconocido de tu piel y mi corazón latía de aquella única manera de que era capaz, a intervalos inquietantes según decían todos.

Me había levantado esa mañana con unos deseos enormes de codicia. Quería tu cuerpo, tus deseos, tus sueños, tu mirada. Ansiaba todo lo que manase desesperadamente de tu vida, todo lo que surgiese de manera tan provocadora como tu sonrisa. La vida era una especie de sortilegio en el que uno de los dos saldría ganador. Eso era inevitable, aunque no pretendieras dañar mi cuerpo ni mi centro acústico del amor, convertido en canciones sin prisas. Sería imposible, tus manos se abalanzarían sobre mí en cualquier momento para callar mi voz del otro lado de la calle, o mis descarados atisbos de tu intimidad. Yo esperaba.

En aquella época el estar a tu lado era como disfrutar de las antiguas caricias de un cansado amor de fin de semana. Las abiertas palabras convertidas en injurias de deseos eran oídas por los aburridos y estupefactos muros de nuestras casas, mientras yo esperaba el amanecer, y con él, el sol de tus ojos. Todo esto ocurría en una época en que adivinar lo que vendría me hacía apurar el paso, a pesar de saber que el espacio estaba cerrado de alguna manera a tu alrededor, y que yo tendría que conquistarte si quería romper la matemática línea de la paralelidad y convertirla, y detenerla, en el punto de convergencia en que, absorto, el hombre contempla su camino. 

Me detuve y pude ver cómo se alejaba la imagen de un campo de maíz para dar paso a un inerte espacio de calma. Quedé conforme porque descubrí que existían cosas que no desaparecerían. Me pregunté qué pasaba conmigo, con mi despavorida visión de la realidad, y supe que no te marcharías nunca de mi vida, que yo lo intentaría todo -desde el silencio de los gritos- para coincidir de vez en vez con tus pasos.

Ahora el tiempo tiene huellas, y yo adivino en las calles transitadas tus pasos, hasta he descubierto alguna vez que necesitaré algún día mandarte a la mierda porque sé que te enviaría a la mierda más entrañable entre las mierdas. Ya ves, esto que tendría que ser un cuento tiene forma de hombres sin afeitar que caminan por aceras prohibidas. Ya sabes que te quiero. De aquella tan rara manera que se quieren a los escogidos para construir nuestra propia historia, para que en un capítulo de la vida-cuento que nos toca a cada uno se pueda escribir "... apareció un mediodía casi colgado de una de sus piernas en un balcón en un viejo barrio de una vieja ciudad, su abierto pecho de risueños pezones infantiles dijeron hola, y yo dibujé una sonrisa de inaudito asombro en mi rostro".

Ahora puede que te preguntes que de qué va esto que escribo. Simple. De amistad, de amor, de saciable alegría, de ganas de decirlo incluso cuando lo sepas. De escribirlo para que quede, aunque sea en un abandonado cajón de escritorio, al menos confundido entre tus recuerdos. Y quiero tu silencio. No necesito respuestas ni certezas. Me basta con haberte hecho entrar en mi vida, y en que de alguna manera estés en ella. No he utilizado cerrojos para esta amistad, aunque tampoco dejé espacios exageradamente vacíos, y parece que esta táctica que no tiene por qué ser estrategia, va dando resultados.

Sería fantástico que con el paso de los años pudieses decir "...tengo un amigo que nació en La Habana".


(En Barcelona, a 21 de agosto de 2002, puede que cuando ya hacen diez años que nos conocemos, y ligeramente emocionado.)

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