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jueves, enero 06, 2011

Sin título/sin imágenes

Todos bajan al hueco de la ciudad: los sin piernas, los sin dientes, los sin manos, los sin rostro, incluso yo. Todos bajan al hueco de la ciudad y siento un dolor enorme en venas que no son de mis brazos. Venas de gentes que no conozco, de gentes que no veo, que no toco, que no existen.
Todos bajan al hueco de la ciudad y es como el recreo en el antiguo patio de la escuela.
Hay gritos de guerra, hay tolerancia, hay disciplina, hay horrores. Y sobre todo hay gentes que no existen.
Todos bajan al hueco de la ciudad, incluso yo. Todos bajan al hueco de la ciudad.
Algunos no regresan.


Lisboa, sept.-oct., 1998

martes, enero 04, 2011

Sílabas calladas

En mi adolescencia nunca llegué a pronunciar su nombre. Entre lo desconocido y lo subversivo se quedaba cada sílaba, y no quería arriesgarme al dedo que señala por una mala actriz. Así transcurrió el tiempo de miradas sugestivas, provocadores pechos e insinuantes caderas. Sus pantalones a mitad de pierna y sus camisas anudadas en la marcada redondez abdominal de su cuerpo me hacían revivir los álbumes de fotos familiares, pero yo continuaba sin pronunciar su nombre. Pero bastó aquella noche en que sonó el teléfono, y su voz –que me resultó altisonante a causa de la distancia- pronunció un nombre desconocido para mí, para que permaneciese durante cinco minutos y medio sin habla y a la espera de las prohibiciones. Contesté simplemente que era un número equivocado, que estaba comunicando con una casa de simples trabajadores revolucionarios, que debería marcar el número correctamente. Ella continuó con algunas frases que Merceditas, la profesora de inglés, no me había enseñado en los inagotables mediodías de masarreales y limonada, y que yo intentaba comprender. Todo fue en vano. Tras varios intentos supongo que ella desistió de establecer una nueva comunicación, ante lo cual me sentí absurdamente estúpido. Fue entonces que comenzó para mí  un verdadero calvario: conseguir comunicar con el número internacional marcando una vez el cero, y dejándolo retenido una segunda vez, por si acaso al dejar que el disco terminase su vuelta, alguien al otro lado del aparato me decía “… internacional, un momento por favor”. Un día tras otro, y otro más, y otro, y semanas de doce días, y meses de otoños precavidos… y nada. Yo había decidido pronunciar su nombre… ¡a buena hora carajo!
Recuerdo que una madrugada, pasado quizás un año, me desperté con un inesperado entusiasmo. Me dirigí al teléfono del salón, marqué el cero cero y le pedí amablemente a la operadora me pasase con el número que tenía anotado en el borde de una manoseada edición del  periódico Granma. Con mucho gusto, me contestó la voz internacional. Transcurridos unos segundos me alertó. El número marcado no corresponde a ningún abonado. ¿Quiere que le pase con otro número para que aproveche la oportunidad de hablar con el extranjero? Ante tal amabilidad me quedé asombrado, y sólo atiné a darle las gracias y preguntarle su nombre. Bueno, no es que yo no quiera, pero no nos permiten identificarnos con los usuarios. Insistí. Incluso le dije que si quería me mantenía en línea para que ella avisara a algún amigo suyo y que aprovechara la llamada. Me miró fijo, o al menos eso pensé yo que hacía, y me dijo: no te preocupes que ya lo tengo en línea desde hace un rato… Luego se mantuvo en silencio durante unos segundos. Su voz volvió a escucharse con el tono más distante posible. Su tiempo de espera ha terminado, le ha atendido Marilyn… Entonces yo, en un último y casi desesperado intento pronuncié su nombre: Marilyn no jodas chica, márcame de nuevo.

(Foto de archivo)

Vampiros

Con paso firme se aproximó a la entrada de aquel bar, nunca olvidaría su nombre, Sloppy Joe’s. La extensa barra repleta de hombres desnudos hacía acelerar su pulso y sin saber cómo, se encontró sentado a los pies de uno de ellos que lucía un tatuaje en el vientre.
No dejaba de observar los movimientos que hacía constantemente con su cuerpo. Una vez dominado su estupor, sonrió. Todas las miradas estaban fijas en él. Todos esperaban ver cómo su ropa caería al suelo, para después ir a parar a un viejo colgador que ocupaba el centro del salón.
Alisó su pelo delicadamente y arrancó con placer cada uno de los botones de su camisa. La caricia suave de una mano lujuriosamente desconocida hizo que la sangre se agolpara en sus pezones y que un frío penetrante le llegara al pubis. Estaba allí, ocultando su verdadero significado. Ya sus pantalones recorrían las manos deseosas de algunos jóvenes, cuando un señor se acercó de rodillas, casi arrastrándose, y comenzó a lamerle los tobillos. Un suspiro casi endemoniado salió de muy dentro de él, y el éxtasis comenzó a apoderarse de todos.
A su derecha dos hombres chupaban sus sexos de manera estrepitosa y otro poseía a un adolescente que, en su temor a lo desconocido, no había accedido a desnudarse, consiguiendo solamente que rasgaran su ropa y que le poseyeran a medio vestir. Gemidos de placer llenaban los rincones del bar, sobre la barra los hombres dejaban un aliento cargado de sexo y alcohol, y un escalofriante olor a macho se dibujaba en el humo de los cigarrillos a medio fumar.
Su excitación ya era aprovechada por dos golosos que succionaban su pene, en tanto que él se adueñaba de dos sudorosos cuerpos que se frotaban entre sí. El ligero bigote que cubría sus labios no era suficiente. Comenzó a sentir que su orgasmo estaba dispuesto a comenzar cuando su alma de vampiro le hizo derramar leche por sus desafiantes pezones, y sus colmillos  le herían de deseos. Apartó a dos que manoseaban su cuerpo y con los ojos cubiertos de lágrimas pidió al barman que apagara la luz. La penumbra que sobrevino sólo logró avivar más las ansias, y las lenguas se precipitaban de boca en boca con la mayor fruición imaginable. Todo su cuerpo era como si flotara, y en el preciso instante de eyacular se abalanzó sobre el hombre del tatuaje en el vientre y se apoderó de su cuello; un suave mordisco bastó para hacerle saber que era el elegido, y los dos, abrazados, se echaron al suelo sobre un amasijo de ropas, sudor y ganas. Entonces se amaron. Con el amanecer los cuerpos somnolientos fueron despareciendo uno tras otro.
Al despertar, el del vientre tatuado buscó alguna marca en su cuello, intentó recordar algún agudo dolor y sólo consiguió volver a eyacular, al apoderarse de su mente la sensación que lo había embargado en la noche. Ya vestido, inclinado sobre la barra y mirando por la cristalera a los transeúntes madrugadores, advirtió a un joven de cabello delicadamente alisado y bigote fino recostado a una columna del portal. En su mirada había un toque de complicidad que le resultaba familiar. Salió del bar dejando las puertas abiertas de par en par y fue directo hacia él. Le tomó del brazo derecho y le hizo girar. Los que pasaban a su alrededor en ese instante quedaron atónitos ante tal brusquedad. No podía contenerse. Le abrazó y buscó su boca con la lengua, gimió todos los deseos de la mañana, un frío intenso recorrió todo su pubis, sus pezones se endurecían cada vez más.
No pudo evitar lamer el cuello de aquel joven mientras su mano le apretaba el sexo desesperadamente y el sudor corría por su cuerpo. Esto no le dejó advertir que de sus tetillas manaba leche, la misma leche que en la noche anterior le había hecho languidecer entre orgasmos. En ese momento clavó con fuerza los colmillos en la fresca carne de su poseído, sintió cómo la sangre quemaba sus labios y cómo eyaculaba con un placer desconocido. Se sintió flotar, alzó la vista y en lo alto del portal, entre tabiques ennegrecidos por el humo de los coches, le observaba el hombre que se arrancó los botones de la camisa, el hombre que había estado sentado a sus pies, el hombre que para siempre le había regalado el placer de la leche y la sangre.
Sin más, abandonó la entrada del Sloppy Joe`s Bar y comenzó a alejarse a través de los portales de una desesperada Habana. Caminaba despacio, decidido, olvidado, dejando tras sí la consternación entre la gente que al amanecer intentaba encontrar su lugar en la ciudad. Estuvo a punto de detenerse y girar sobre sus pasos para ver por última vez el rostro perplejo y confundido de aquel, en el que una mirada sin explicación esperaba la llegada de la noche; pero no lo hizo, continuó alejándose cada vez más de sus desvelos.

Barcelona, 21 de diciembre de 1994  

(Foto de archivo)