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domingo, agosto 29, 2010

El Boulevard de San Rafael

El Boulevard de San Rafael, el Barrio Chino, El Vedado… La Habana. La ciudad repleta de gentes, de gritos, de deseos. La ciudad abierta, a la espera, inundada de ojos y de anhelos. Un simple hombre se abre camino entre coches, bicicletas, andamios, charcos y carteles revolucionarios.


Los altos edificios de fachadas abiertas a los ojos del mundo coronan sus azoteas con un enmarañado de antenas y alambres. En los solares se agolpan las Titinas para verle pasar, y los niños buenos le lanzan pelotas a la cara. Los negros rumberos sacan chispas de los cueros de sus tumbadoras, y la poesía de cientos de Rudys rebota en paredes y pechos. Los gatos, ladrones arduos y sigilosos, ronronean en las ventanas en busca de un bistec a punto de caer en una sartén, y los imprevisibles Gonzalos empujan al recién llegado al disfrute de la ciudad.

El mar jubiloso, las lomas, los adoquines de las viejas calles, la sombra de los portales y un ardiente trago de ron tras otro. Los encuentros ante tazas de humeante café y heladas cervezas, de cerdos asados y congrí, de caguamas criadas en el patio de casa.

Las noches habaneras, el Cabaret Nacional, el Capri, Juana Bacallao, Tropicana. Las noches de Pinomar en Santa María. Los amaneceres en Cojímar, los desayunos de la abuela y las matas de mango.

La mesa del comedor como escritorio para este hombre que devora con sus ojos todo lo que aparece ante él. Una mesa donde comer y jugar dominó, donde hacer poesía y reír con anécdotas cotidianas. Las guitarras en la terraza. Las charlas con la mayor de las abuelas. Los gallos del corral convertidos en rojas crestas y afiladas espuelas. Las gallinas que cacarean el amanecer.

El malecón cojimero y la Terraza del Viejo y el Mar, con sus langostas recién enchiladas y sus lentos camareros con bandejas de arroz blanco y tostones. El mar, a sus espaldas, bramando simplemente a la felicidad.

Un carnaval de libros e historias, de recuerdos callejeros, de música, de luces. Las grandes marquesinas de olvidados teatros. El Martí, el América, el Teatro Guiñol y los aplausos, las risas y los asombros. Manos prestas para la ovación, cuerpos en busca de abrazos. El éxito y las copas en el bar Sherezade. La gira por pueblos sin bombillas, de escenarios promiscuos y de altavoces mañaneros en reclamo de una noche de teatro.

Varadero, El Padrino con su negra piel y sus blancos pañuelos, y sus novias, y sus banquetes. La casa a orillas del mar repleta de colchones. Frutas, quesos, puercos asados y panes en forma de caimanes, y risas, muchas risas.

Se repiten en el tiempo las calles de La Habana, y sus tejados de enmarañadas antenas y alambres. Vuelven sus Titinas, sus Rudys y sus Gonzalos. La música y la insistencia revolucionaria, las noches de cabaret y las quietas mañanas a orillas del mar, en las que yo, agradecido por tener estos recuerdos, vacío mis bolsillos.



Una Habana para Rubianes (Barcelona, 1 de mayo de 2009)

He oído decir que envejecer es terrible

Cuando miramos atrás, por muy corta que tengamos la vista, vemos enseguida el pasado. Pero no se trata ahora de hablar de lo que hemos vivido con más o menos éxito, si no de lo que está por venir. Yo, por ejemplo, si ahora mirase hacia atrás, la primera imagen sería la de un frasco de perfume que se abrió por primera vez hace 16 años, y cuando esto ocurre, la fragancia contenida en él ya está apelmazada y deleznablemente olorosa. Lo curioso de esta observación es que este perfume es un regalo que me hizo mi amigo Felipe de Paco y que aún conservo a mitad llena. Mi bisabuela conservaba antiguos frascos con restos de aceites perfumados, símbolo total de su vejez que ahora comienza a traspasarse a mi vida. Digamos que mi vejez se llamará Antaeus, y que Chanel, sin perseguir pretensión alguna, es quien marcará el rancio olor de mis años.

Perseguir, oler, buscar, extraviar…

lunes, agosto 09, 2010

Años en blanco y negro

Se acerca el sol y todo comienza, o eso pensamos los que a temprana hora de la mañana saltamos de la cama para empezar el día. Mas es difícil dictarle al azar cada uno de los hechos que han de ocurrir. El día simplemente se asoma y cada uno de nosotros comenzamos a vivirlo, en su muerte. Todo es negro, todo es blanco. Todo se funde en el recuerdo. Rostros, pensamientos, amores, risas… todo en el blanco y negro de una época de la que hemos huido a fuerza de carretes revelados y flashes deslumbrantes.
Mis recuerdos en blanco y negro son parte de mi vida, quizás de una parte muy importante en la que aprendí a ver las sombras entre lo que para mí eran siempre destellos. Todo ha transcurrido de una manera fugaz, y cuando veo una tras otra las imágenes de años pasados pienso que he sido dichoso por haberlos vivido. En ellos conocí a todos los que han dado forma a mi existencia; unos efímeros paseantes de oscuras noches, otros de soles abiertos en mañanas florecientes; unas inquietas aves nocturnas de avidez sin par, otras ligeras mariposas quietas al sol sobre pistilos de empalagosa dulzura.
Estos son los hombres y mujeres de mi vida, a los que conocí en blanco y negro, a los que he amado en vivos colores.
Mira atrás –le escuché decir a alguien que bajaba la estrecha escalera de un edificio en ruinas. ¿Por qué he de hacerlo? – replicó otra voz que unos escalones más arriba ansiaba llegar al portal. Por algo sin apenas importancia… –fue la respuesta- conocer las sombras te hará amar el sol, y cuando te encuentres en plena calle sabrás que la vida es una mezcla de colores. No te apures –insistió- aún estamos todos a tiempo.
Cuando ambos salieron del portal de aquel edificio de la calle Neptuno fueron cegados por el fuerte sol del mediodía habanero. Se miraron pero no pudieron reconocer sus rostros, y sin más, tomaron rumbos distintos. Puede que vuelvan a encontrarse en alguna esquina, y que una tenue sombra les permita mirarse a los ojos y recordar… conocer las sombras te hará amar el sol.
La Habana, años en blanco y negro. Recuerdos.