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jueves, julio 29, 2010

Sin título

Algo pasa entre coches y gentes
Entre ruidos y sueños que se desvanecen



Algo deja de ocurrir ante un grito roto
Ante una pasión dormida.
No sé qué palabras serán suficientes por esta vez
No sé qué sentir en tu lugar de dolores ajenos
Sé que quiero romper tus angustias
Aligerar tus pasos
Amarte.




Bcn, 21 de junio de 2003

La imperfección

Demasiado temprano en la mañana me dirijo hacia el mismo refugio de cada día; aún las sombras se forman ligeramente sobre las aceras y los recortados céspedes. No es tiempo de hojas muertas ni de caricias reconocibles, no es tiempo de andar despacio ni de cometer errores, no es tiempo de sonreír sin motivos ni de animar a cuerpos ajenos al placer. Quizás es demasiado temprano cada día, y quizás y por alguna rara razón, mis pasos cada vez son más veloces.
Al cruzar el estrecho puente que separa las almas, el espacio se me antoja abrupto e infranqueable. Siento sudorosas manos que me someten, que retienen mis sensaciones y todo se me viene encima. Las hojas de los árboles, verdes y vivas, la mierda de los pájaros anclada en las ramas desnudas, los rayos del primer sol, la sombra de todas las manos. Me siento inapropiado, vacío, equivocado. Miro con ansias de reconocer, al menos, las caricias que suben por mis piernas, los orgasmos de mis ojos, la acidez maltratante de mi estómago, las lágrimas que caen sobre mi piel.
Todo es en vano. El estrecho puente se tambaleaba bajo mis pies. Se enfurecen las voces de la mañana de las almas extraviadas. Se muerden las uñas los deseos fortuitos. Se piensan adioses nunca pronunciados. Se mueren las ganas entre sollozos. Se vacían los bolsillos de monedas oxidadas. Se mueren desde lejos palabras sueltas, inanimadas frases…
Estoy justo a mitad del camino sin saber qué más puedo hacer. Ronquidos de retardados hombres rompen el calmado silencio y los olores propios de las mañanas no me dejan respirar. Miro hasta el final de mis posibilidades sin dudar sobre todas las cosas que faltan en mi camino. Lo sé desde hace mucho tiempo, y a pesar de ello lo intento recorrer cada vez que despierto de cada una de mis nauseabundas noches. Regreso. A la mañana siguiente regreso, muy temprano, y aligero una vez más mis pasos.

París, noviembre de 2006

Jugar sucio


La prisa rompe el camino, y tú deshaces el resto de los días, y yo, recompongo las necedades y los desmayos; y tú te esparces como algo nuevo, y yo, me revuelco en los adioses; y tú, juegas a pedir palabras, y yo, a olvidarlas.
No sé cuál de las maneras deja inconclusa la canción que hace tanto tiempo no canto,
ni la obsesión de los tiempos y las frialdades, ni los desvelos, ni el silencio, ni el aborto de las manos rotas.
Voy a dejarme caer de espaldas, simplemente, a favor del viento, para que no puedan recoger mi absorto e impronunciable cuerpo. Voy a dejarme desvestir por las paredes a medio pintar, y me marcharé de prisa y sin mirar atrás… “como no es costumbre en mí”.
Jugaré sucio por una única vez, la última, y será como esconder el doble nueve en la manga de una camisa ajena, por eso será un juego sucio, porque dejaré la manga de la camisa de alguien a expensas de las palabras.

Bcn, 13 de marzo 2006

El hombre del baobab


He oído hablar de un chico que se fue a los montes buscando, entre animales y hojas caídas, hacerse hombre. Lo cierto es que nunca supo muy bien el camino que debía elegir. Ante él se abría la tierra; se abría el espacio formando cientos de acertijos. Se abría un manantial que ansiaba febrilmente llegar al mar sin tan siquiera saber cuántos brazos serían necesarios para ello. Se abrían noches y tardes noche, amaneceres y mediodías, se abrían palmas de manos abandonadas, extraviadas, olvidadas; se rompían huellas de antiguos caminantes, y él, jugando a estar absorto, corría sin detenerse a mirar el cielo que se iba cerrando a su paso.
Nunca se supo si amanecía, o si ya la luna buscaba su sitio, sólo se recuerdan, en los pueblos más cercanos, los chasquidos de las ramas a su paso, el crujir de la hojarasca bajo sus zapatos.
La oscuridad era ahora la dueña del tiempo. Un viento frío llegaba desde las altas montañas, devoraba el calor de las miradas que atentas le veían pasar en su agitada huída.
Se cuenta, en aquellos pueblos lejanos, que aquel chico rompía cada mañana un orgásmico deseo sobre su vientre, y que los frutos silvestres tenían el sabor de su piel. Cuentan, en aquellos pueblos cercanos a su presencia, que el gemido de su mirada se convertía en aullidos en las quietas noches. Se cuenta, en aquellos pueblos olvidados, que sus manos se aferraban al canto de los pájaros y al aleteo de los pequeños insectos con los que calmaba su hambre. Cuentan que la amarga sabia de los árboles humedecía sus labios y que la fuerza de su pecho se convertía en rabia por no poder alcanzar lo que estaba por encima de sus hombros. Pero cuentan también que en las madrugadas bebía sus lágrimas, y que acechaba alguna mariposa nocturna para intentar volar en sus sueños.
Cuentan que una tarde de recia lluvia se inundaron los montes, que el manantial al fin encontró los brazos que le llevarían lejos, y que ese chico, ahora convertido en hombre, se había dejado arrastrar por las fuertes corrientes cuando entre sollozos y espasmos buscaba el placer en sus manos. Dicen que se encontraron girones de su camisa, que paseó su desnudez entre ortigas y madreselvas, que se desplomó de tanto querer alcanzar la otra orilla, incluso cuando sabía que era lejana. Algunos creyeron oír un grito de auxilio… pero no, su boca había enmudecido para el resto de los hombres, su lengua la había atado con restos de su camisa, y los botones se habían saltado para siempre.
Mas sólo yo sé sobre el destino de ese hombre. Cuando pretendía no ser alcanzado por la lluvia, cuando intentaba no ser arrastrado por el manantial, se tropezó cara con tronco con un inmenso baobab que se interponía en su camino. No supo esquivarlo, no pudo llegar con sus pasos hasta el otro extremo ansiado de la vida. Sintió un golpe seco en su memoria y sus brazos quedaron embebidos en una masa tierna y fresca. Se sintió recorrer, o más bien renacer en un laberinto de oscuros recovecos. Se sintió dentro de algo sin saber bien qué era lo que formaba un cálido gran abrazo desde sus piernas. Se dejó hacer la más grande y anhelada de las caricias, se dejó, abandonado y quieto fluir por las angostas calles del monte. Se dejó crecer de una vez por todas. Sintió cómo se le agolpaban palabras nuevas en los ojos, y no pudo pronunciarlas. Sólo pudo ver un desfile imparable de ilusiones y miedos, de gozos y muertes, de vidas y deseos ajenos.
Durante varios meses la calma volvió a los montes cercanos a aquellos lejanos pueblos. La lluvia se hizo quieta, silenciosa; el revuelto manantial volvió a susurrar su paso entre hierbas y hocicos de animales mansos. La tarde volvió a ser tarde, y las mañanas y las noches se sucedieron como siempre. Una mañana estival en que unos desesperados jóvenes disfrutaban de su pasión bajo un frondoso árbol, y mientras sus besos iban y venían, y sus manos se buscaban sin cesar, algo cayó a su lado, algo desconocidamente hermoso. El enorme baobab del monte cercano a aquellos lejanos pueblos daba su fruto, su único fruto. La suave pulpa que brotó de la sedosa cáscara fue a parar sobre los cuerpos de aquellos dos hombres que se ocultaban para poder amarse, se entremezcló con el estupor de la sorpresa. Un raro sabor viril se adivinaba en el jugo que bañaba las lenguas de los amantes mientras devoraban sus sexos, mientras sus manos se perdían entre sus piernas. El monte devolvía al hombre que espantado por los ruidos del mundo creyó perderse para siempre.
Yo sé que esto sucedió, pues al despertar de un día cualquiera le vi correr en dirección contraria a sus inicios, y al volver la vista en su busca, sólo alcancé a ver el reflejo de unas ramas moviéndose al viento, y a sentir un sabor de amarga fruta deshaciéndose entre mis labios.

En Barcelona, a 23 de abril de 2008. (Foto de archivo)

Sin título

Viajo en el último vagón que ha salido con destino al otro extremo de la ciudad. He procurado no estar en el mismo andén de ayer a la tarde, porque entonces daría en qué pensar. Me estoy haciendo mayor cerebralmente y no puedo arriesgarme demasiado… A veces no paro de pensar, y eso se traduce en acumular ideas, encerrarlas en la mente de manera innecesaria y permanente, porque una vez allí ya no se marchan nunca. Prisiones de palabras no pronunciadas repartidas en cada cabeza. En mi cabeza. En cada rincón un pozo de recuerdos. El deseo de estallar en gritos de voces para ser escuchadas. No decido aún en cuál estación he de bajarme, ni tan siquiera sé si quiero o necesito bajarme de este tren que siempre hace el mismo recorrido. Pienso, no dejo de pensar. Sólo olvido las palabras cuando a lo lejos me veo reflejado en algún rostro prematuramente muerto. Entonces sonrío, me devuelvo la facilidad de querer conocer recovecos nuevos de esta ciudad tan vieja. Incluso en este punto dudo. Quiero los suburbios donde un simple murmullo te hace descansar entre ratas y desvelos olvidados, donde es imposible pensar porque estás demasiado acompañado. Tengo temor a dormirme. No quiero despertar pensando. No quiero recordar el día que ha transcurrido entre historias ajenas. Sólo quiero ver algo más en la línea del horizonte. Quiero esparcirme en sílabas.



Bcn, 5 de marzo de 2005

El camino del agua

Creo recordar que en mis inicios fui una lágrima. Desde siempre pertenecí a un cuerpo y a sus sensaciones, pero por alguna desconocida razón había permanecido en el sitio más oculto de las emociones. Alguna vez hasta llegué a pensar que no era cierta la leyenda del llanto y las lágrimas, causadas unas veces por la felicidad y otras por la tristeza, y que ambas eran algo inalcanzable.
De una manera inesperada sentí cómo se abría el espacio ante mí y una cantidad inmensa de imágenes nuevas surgieron ante mis reflejos. Adiviné la noche por el brillo de un lucero que cegaba mi camino intermitentemente. Me sentí brotar y tuve la suerte de que su mano no me arrebatase el descenso por la suave mejilla de su rostro, tal y como le ocurrió a varias de mis compañeras; ni de quedar atrapada entre sus labios que intentaban pronunciar palabras nuevas entre susurros nunca escuchados.
Suavemente, sin prisas, me dejé ir. Al deslizarme iba humedeciéndole la piel, e intentaba arrastrar a mi paso un poco del dolor del que yo había nacido. Me detuve. Miré hacia atrás y desde lo alto de su pómulo pude contemplar el brillo de su mirada, entonces un sentimiento de abandono casi me hizo llorar... pero dónde se ha visto una lágrima que llore. Decidí pues que lo importante era el camino, y que en él, el dolor se disiparía entre matices de esperanzas.
Acompañada por ciertos titubeos llegué a sus labios. Deseé por un momento la posibilidad de que se entreabriesen para yo morir en ellos, para conocer la tibieza de su boca, para regresar al cuerpo donde -tranquila y conforme- había pasado tantos años. La ilusión de devolverle en caricias húmedas mi lealtad se deshizo en un momento. Un brusco movimiento me abalanzó hacia el vacío, y esto me hizo temer por la simple integridad de mis formas. El hecho de precipitarme a lo desconocido me hacía descubrir la fortaleza de mis acuosos brazos, cosa esta que me proporcionaba un raro bienestar. Me sentía como el hombre que marcha a la guerra, o como quien sobrevive entre las olas del mar. Ante mí, que siempre había temido al don del azar, se abría un mundo de olores y ruidos, de palabras y suspiros, de inquietudes y sobresaltos...
No tuve tiempo para volver a contemplar sus tristes ojos, en ese instante supe que comenzaba para mí, el camino del agua.


Barcelona, diciembre de 2006

Pasajero en tránsito

Una vez más me dirijo a las escaleras de acceso a la zona de control y las puertas de salida. En mi equipaje, como siempre, lo imprescindible, pero acompañado por una sarta de cosas a las que todos coincidimos en considerar inservibles. Como algunas otras veces he olvidado mi pasaporte, pero ya me he acostumbrado a que esto no sea un problema porque en la comisaría del aeropuerto me lo hacen al momento, y es que esta vez sí que lo necesito porque mi destino es Bangladesh. Después de tantos años, y finalmente, me hacen un encargo en este distante país que siempre me ha resultado en exceso adornado de sutilezas, acertijos y colores, a la vez que interesante y misterioso. Para un viaje tal vengo preparado, o al menos eso pienso, con un sinfín de vacunas en mi cuerpo puestas por la enfermera preferida de mi ambulatorio de la zona alta de Barcelona, donde llevo años empadronado a pesar de que ya no suelo dormir por allí, y con un gran número de postales, de las que incluso algunas ya vienen dedicadas, con remitente y con dirección de destinatario. Bangladesh puede que sea uno de mis últimos destinos en esta empresa, pues creo que comienzo a pensar en una jubilación anticipada; este ir y venir constante me cansa, acaba con las más personales de mis ilusiones, proporcionándome a la vez la gran necesidad de pertenecer a algún lugar.
Estoy parado en medio de la terminal B del Aeropuerto del Prat, en Barcelona. Recorro el amplio salón seguido de mi troler multicolor, que como un perro dócil y acostumbrado me sigue por doquier, tan fácil de identificar entre el amasijo de maletas y mochilas que salen de la boca desdentada de aquellas cintas giratorias, como la antigua imagen de las torres gemelas en una vista neoyorquina. Incluso es muy fácil reconocerlo cuando lo veo atravesar la pista en el remolque de equipajes camino del avión; entonces es cuando el sol se refleja en las resplandecientes pegatinas típicas de cada ciudad que he visitado. Roma, New york, Shanghai, Milan, Los Angeles, Beijing, México, París, Istambul… cuántos recuerdos y añoranzas.
Continúo mi camino despreocupadamente, sin prisas; siempre salgo con el tiempo necesario como para poder charlar con algún conocido que me encuentre, o con alguna azafata que me haya regalado su amabilidad en viajes anteriores. Esto de viajar tanto hace que mi agenda se desborde. No me queda ni un margen libre para anotar teléfonos y direcciones, porque eso sí, no uso teléfono móvil ni agenda electrónica. Demasiada modernidad para mí, aunque esto se contradiga un poco, o mucho, con una persona de tan alto standing profesional como yo. Donde haya una blanca hoja de papel dispuesta a guardar para siempre nuestras palabras, no caben artilugios.
Hola, digo mientras me sonríe una chica rubia de impresionante elegancia que me sirvió el café en un vuelo camino de Moscú. Hola, digo mientras sonrío yo al imperturbable y guapo joven del rentcar. Hola, digo mientras tropiezo con unas japonesas con exceso de equipaje. Hola y gracias, digo a una enjoyada señora de incómoda comodidad viajera que se acerca a mí con un café con leche y un donut. Hola, digo a mis recuerdos, a mi saco de dormir que tantas acampadas tuvo en playas y montañas. Hola, digo a mi amanecer con banda sonora de aviones en despegue.
Me detengo. En uno de los mostradores de una compañía de bajo coste, unos posibles pasajeros levantan sus voces en un alarde de reclamación. Casi estoy seguro de que un vuelo retrasado es el causante de tal alboroto. Yo, al respecto, he tenido mucha suerte. Siempre mis aviones salen a la hora en punto, tanto, que a veces he deseado que surja algún inconveniente que me haga esperar y esperar, y desesperar y desesperar, hasta casi perder la cordura.
Observo, hasta donde alcanza mi vista, a la gente y a las cosas, incluso observo las papeleras exageradamente desbordadas para tan temprana hora de la mañana, e intento descubrir en ellas algo que aumente mi equipaje. Me veo reflejado en el acero que recubre una columna, y me miro. Casi no me reconozco, y eso que acabo de arreglar mi barba y de alisar mi pelo ayudado por un poco de brillantina abandonada en el baño. Cualquier imperfección que denote dejadez en mi aspecto seguro que se debe a mis eternas prisas cada vez que voy a coger un avión, y es que hay que mantenerse al tanto de muchas cosas… Dejar dispuestos todos los asuntos pendientes, rellenar el comedero de los pequeños delfines de la pecera… y las maletas, la vigilancia constante por si a alguien se le ocurre curiosear entre tus cosas o robar tus pertenencias. Todo se convierte en una locura para mí. No llego a imaginar el estrago que me causaría si me robasen algunos de los informes preliminares de alguna compañía de prestigio internacional para las que trabajo, o mi archivo de valoraciones múltiples sobre inversiones y desavenencias familiares empresariales.
Decía que me cuesta reconocerme porque el ir y venir de un lugar a otro se me ha dibujado en el rostro, creo incluso que tengo cara de desposeído. A todos nos pasa, pero a mí aún más. El pelo se me enmaraña de tener la cabeza constantemente apoyada a los respaldos, la ropa se me aja de revolcarme sobre mi cuerpo en los largos recorridos, los ojos se me enrojecen de ver salir el sol constantemente. Mis manos tiemblan más de lo habitual, un poco a causa de las alturas y un poco por la tendinitis que me provoca el descorchar botellines de vino en primera clase. Las piernas me entorpecen el andar a causa de los problemas circulatorios provocados por estar tantas horas sentado, a pesar de las precauciones que tomo al no olvidar mis calcetines elásticos y de no perderme ninguno de los videos de ejercicios -no recuerdo si alemanes o chinos- que pasan en los aviones, pero nada, todo es en vano. Ya no tengo juventud ni adultez, por eso quiero jubilarme, salirme de este constante ajetreo, pero es entonces cuando me asalta la pregunta de los mil euros… ¿qué hacer en mi tiempo libre?, ¿viajar? Qué ironía, ¡harto estoy de recorrer el mundo!
¡Caramba! ¡Qué olvido! No he pasado a solicitar el pasaporte y se me acerca una pareja de policías de aduana con cara de pedir documentación reglamentaria. En un intento de evitarlos dirijo mis pasos hacia la máquina dispensadora de golosinas. Me señalan, sonríen, y uno de ellos levanta su mano derecha en ademán de llamar mi atención… me hago el entretenido pero le sigo mirando con el rabillo del ojo. El hombre policía insiste y sigue sonriendo, y buscando mi mirada. Es insistente el muy… pienso. Me envalentono y giro sobre mis pies hasta quedar frente a él y separado por tan solo unos diez metros de distancia; para ese entonces su mano había comenzado a dibujar un saludo en el aire, y su ojo derecho experimentaba un guiño de complicidad. Qué alivio, pensé en voz alta. Para qué me preocupo si aquí todo el mundo me conoce.
Una vez recuperado mi camino y al pasar por una de las puertas automáticas de entrada, me llegó un fuerte olor a tabaco entremezclado con un grupo de turistas que no atinaban a salir de la puerta giratoria. Con calma, con calma –les quise explicar- pero caí en cuenta de que no me entenderían, y eso que domino varios idomas: “Take quirisen plis, take quirisen! –con rectitud anglosajona. Du calmé, du calmé! –con garbo parisino. Com calma, com calma! –con sabor a caipirinha. Mas todo fue en vano ante el turismo colectivo. Ellos querían estar confusos y confundidos, como si fuese una premisa fundamental cuando se visita un país por primera vez, como si formase parte de una diversión obligada… ¿estuviste en la fuente luminosa? ¡No, pero la puerta giratoria del aeropuerto era una pasada!, claro está, dicho en diferentes idiomas.
Sin grandes preocupaciones me fijé en el reloj de muñeca de un hombre parado a mi lado. Las 10:45 de la mañana… que veloz ha transcurrido el tiempo y yo aún dando vueltas. Sin pasaporte y con ganas de tomar un café. Busqué y rebusqué alguna moneda suelta en mi bolsillo sin éxito, incluso le di la vuelta a la gastada tela por si acaso en vez de monedas saltaba algún billete. Fue entonces cuando vislumbré, al alcance de mi mano, una bandeja en la que aún humeaba un medio café, y donde un medio croissant acompañaba a un medio refresco. Es mi día de suerte, pensé.
Aún teniendo en cuenta el horario de salida de mi vuelo, me acomodé sobre mi equipaje para saborear tan surtido desayuno. Creo que, sin darme cuenta, apuré demasiado la naranjada, pues se derramó sobre mi camisa y fue dejando un surco de evidente frescor a su paso. Tomé una servilleta de una mesa vecina y la coloqué por debajo, bien pegada a mi piel porque las cosas frías me hacen el mismo efecto de cuando duermo a la luz de la luna, suelen resfriarme, y esto sería un fracaso para mi inminente partida hacia Bangladesh. Uhmmm… ahora un cigarrito –me dije.
Con esto de prohibir fumar en espacios públicos se hace muy difícil deleitarse con un cigarrillo, o con un purito de aquellos que los viajeros que regresan traen de La Habana y que el desespero y la ostentación les hacen encender y apagar justo en el intervalo entre salir del aeropuerto y subir al taxi. Dejé mis pertenencias a buen recaudo de mi amigo, el joven guaperas del rentcar, y me fui a la caza de un medio habano. Al cabo de unos minutos se oía por los altavoces alguna información sobre mi vuelo a Bangladesh. Desistí en la búsqueda y me conformé con aspirar el aroma pestilente de los cigarros de unas quince personas que se aglomeraban en la entrada, y que hacían mayor su disfrute al tener uno de sus pies apoyados en el tubo que se extiende a diez centímetros sobre el suelo, y por donde se deslizan los carros portaequipajes.
Una vez recuperado mi troler de cegadora luminosidad me dirigí al mostrador de mi competencia. ¿Alguna modificación en la hora de salida? ¿Se ha sobrepasado la capacidad del avión? Pero, ¿han vendido billetes de más? No sé bien si fijé mi mirada en los ojos de la persona que hacía su trabajo detrás de la ventanilla, o si en realidad eran mis mismos ojos reflejados en el cristal los que miraba. Pero sin pensarlo me ofrecí como voluntario para quedarme en tierra, entre azafatas menos altas y menos rubias, entre medios habanos y medios café. Entre viajeros eventuales y viajeros obligados, entre gente de éxito y gente sin remedio, e irremediablemente olvidadas. A fin de cuentas esa era mi vida, el motivo fundamental de mi existencia, ser un pasajero en tránsito.