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miércoles, diciembre 14, 2016

Elena es feliz

Elena se calzó aquellos viejos mocasines que había heredado de su padre. El despertador azul y redondo de inexorable timbre no había sonado y era evidente que no llegaría a tiempo al trabajo. Lavó sus dientes con la gastada yema de su dedo índice derecho, preguntándose una vez más por qué no usaba el izquierdo para la parte derecha de su boca. Carajo… con lo que cuesta hacerlo con el dedo hacia atrás –pensó. Intentó organizar su enmarañado pelo, que luego de tan calurosa noche parecía haber sufrido los estragos de un remolino de viento. Aún la blusa de pequeñas florecitas la llevaba sin abotonar, pero esto era algo que siempre podría hacer por el camino. Corrió los escasos cinco pasos que le separaban del baño a la cocina. En la cafetera encontró un sorbo de café que apuró con avidez mientras saboreaba en su mente un  trozo de gaceñiga con café con leche… qué lujo, dijo en voz alta. La llave… ¿y la llave del candado dónde la había dejado? Elena estaba obsesionada con esconder cada noche la llave en un sitio distinto. Temía que alguien entrara en su cuarto de aquel semidestruido edificio de la Habana Vieja, pero no caía en cuenta de que el candado lo colocaba por dentro. ¿Quién va entrar desde fuera si tú lo pones por dentro Elena?, le decía a cada rato su vecina, cuando a través de la ventana del baño y sentadas ambas en sus respectivos inodoros, intercambiaban pareceres, preocupaciones, aceite por azúcar e ilusiones. El mayor anhelo de la vecina era poder conocer a su nieto que había nacido hacía sólo dos meses. Su hija había marchado para Ecuador y ahora intentaba llegar a Miami… No te preocupes mami –le dijo por teléfono- esto es como una caravana… vamos de sitio en sitio, dormimos en albergues improvisados y de paso conocemos muchos lugares… como yo estoy preñada tengo más posibilidades y cuando para será más rápido todo. Por su parte, los anhelos de Elena eran más simples. Una tarde de cine, una paletica de helado, cerrar con calma los botones de su blusa, encontrar las llaves del candado cada mañana, un cepillo de dientes, en fin, anhelos cotidianos.
Elena hacía dieta. Tomaba poca azúcar y pocas grasas (a esto contribuía la cuota mensual). Nunca se comía el migajón del pan, incluso a veces lo usaba para hacer figuritas que dejaba endurecer en el plato rojo que quedaba de la vajilla de su abuela. ¡Vaya! -se dijo- menos mal que pensé en mi dieta. Es que a veces Elena escondía la llave del candado dentro del pan, como no comía la masa…
Pellizcó sus mejillas como tantas veces había visto hacer en las películas, mordisqueó sus labios intentando enrojecerlos… Una sensación rara le subió por el estómago. Dejó que su mano se deslizara por el cuello, enredándosele con la melena desordenada que cubría sus hombros. Elena estaba viva. Su blusa desabrochada, la masa del pan, sus labios mordidos, el candado por abrir… pensó en su último amante, en aquel hombre ligeramente menor que ella, delgado, de pelo corto y orejas grandes, de brazos fuertes. Miró a su alrededor y buscó algún rastro de la pasada noche de domingo, cuando al regresar de un largo paseo se tropezó en la esquina de su casa con él. Ella iba metida en lo suyo, meditando dónde esconder esa noche la llave del candado. De pronto, al girar en la esquina se lo encontró cara a cara y llave en mano. El hombre más joven la miró de arriba abajo. ¿Vives por aquí? –le preguntó fijando la mirada en la llave que Elena sostenía con fuerza. ¿Me das un vasito de agua? Bueno, si no te importa subir cinco pisos por la escalera. Él la siguió mientras ella aceleraba el paso. Que no se notara que iban juntos… ¿juntos? Rara sensación para Elena. La noche del domingo tuvo un final húmedo. El hombre salió de la cama de Elena, empujó la puerta del cuarto y se fue.
Elena volvió a mirar a su alrededor. No había ninguna evidencia de la noche del domingo. El tiempo se le echaba encima. Tenía que bajar los cinco pisos, caminar hasta la calle Egido para poder coger la guagua hasta su trabajo. Quiso comprobar la hora, fue en vano. Su reloj despertador estaba muerto y su vecina aún no había abierto las ventanas.

¡Ay madre mía!, ¿por qué siempre me pasa esto? -dijo casi en un ahogado grito. Tenía la llave en una mano, una bolsa plástica en la otra con algunas monedas, un bolígrafo, la libreta de la comida (por si acaso) y un abanico de cartón que le habían dado en la última concentración revolucionaria. Pensó en la hija de su vecina recién parida atravesando medio continente por un sueño. Pensó en tener que subir al P8 repleto de gente. Pensó en la masa de pan entre sus dedos, en el hombre ligeramente más joven entre sus piernas. Pensó en que era por la mañana y no tendría que esconder la llave del candado. Entreabrió la puerta y puso el cojín que le habían regalado por su cumpleaños en la silla de madera que aún tenía sus patas intactas. La acercó a la ventana desde donde podía mirar la calle. Se sentó mientras apoyaba su brazo izquierdo en el borde de la ventana. Miró. Miró una y otra vez a la calle. Eran las 6:30 de la mañana y ya se veían algunos que iban de un lado a otro. Incluso pensó que ella tendría que ser alguno de ellos camino a su trabajo. Su blusa aún estaba desabotonada. Se descalzó los mocasines. Miró hacia la puerta entreabierta. No había nadie. Nadie entraría. Nadie se la encontraría al doblar en la esquina de su casa. Fue entonces que se dio cuenta que no llevaba puesta la falda que había planchado con tanto esmero. Se sintió desnuda. Acarició sus muslos y se masturbó.

Elena volvió a mirar a la calle. Ya el sol comenzaba a asomar detrás de los edificios. Se levantó. Cerró la puerta. Colocó el candado. Devolvió la llave al migajón de pan. Se metió en la cama. Mordisqueó nuevamente sus labios para estar bonita y cerró los ojos. Escuchó cómo chirriaba la ventana de su vecina al abrirla pero no hizo caso. Elena es feliz.

El hombre de un único desamor o La arquitectura admirada


Históricamente existe la idea de que un mecenas (cuando de una persona se trata, y no una institución) es alguien que ha acumulado ya cierta experiencia, y que obviamente cuenta con un respaldo monetario que le permite ejercer dicho mecenazgo. También es habitual  considerar que el mecenas cuente con una edad aparejada con su experiencia, mientras que el agraciado(a) que recibe el apoyo y financiación es un relevante y destacado(a) joven profesional sin recursos económicos del arte o las letras. Como el tema que nos ocupa es la relación entre Eusebi Güell y Antoni Gaudí, dejaremos la aburrida aclaración de (a).
Empresario y arquitecto, con tan solo 6 años de diferencia de edad, establecen su relación de mecenazgo que comienza en 1878, año que Güell visita la Exposición Universal de París y descubre la obra de Gaudí, plasmada en una vitrina que servía de expositor para el producto de una firma catalana. Eusebi Güell, acaudalado empresario e inquieto inversor de 32 años, queda prendado de la obra del joven arquitecto de 26.
A pesar de su prolífero matrimonio con la hija mayor de los Comillas, María Luisa, con la que tuvo 10 hijos, cabe resaltar su intensa y compleja relación con el arquitecto, joven embebido por su creación y devoción religiosa, y que de manera contraria al empresario, no tuvo descendencia y del que se desconocen sus posibles relaciones íntimas, ni están referenciadas por ningún articulista ni biógrafo de la época. Gaudí fue rechazado por la única mujer por la que se sintió atraído (según referencias oficiales de la época) y constituye toda una contradicción por su utópica juventud de gustos de gourmet, aspecto de “dandi” y refinados gustos por la ópera y el teatro, y su adultez marcada por sentimientos religiosos y dedicado única y públicamente a su trabajo como arquitecto. La ausencia de escritos personales crea un cerco más estrecho a la hora de conocer al Gaudí hombre, pues sólo se cuentan con algunas cartas y textos técnicos descriptivos, y un diario de estudiante (1873-1878).
Se me antoja como algo curioso que en las referencias bibliográficas sobre ambos personajes quede implícita una mayor importancia y repercusión de Gaudí en la vida de Güell, que de Eusebi en la vida de Antoni. A pesar de que la carrera del arquitecto se ve favorecida e impulsada al éxito con el mecenazgo del empresario, siempre se respira la fascinación de Güell por el arquitecto, resaltada desde diferentes puntos de vista, mientras que de manera contraria la relación se ofrece de forma más reposada y natural, como si de algo casual se tratase.
Hablar en la actualidad de una posible relación homosexual entre Güell y Gaudí haría que la crítica y opinión general se nos echara encima, pero es necesario tener en cuenta que hablamos de finales del siglo XVIII en una sociedad constructivistamente conservadora. Derrumbar los valores modernistas catalanes representados por ambos hombres, dando cabida a una posible relación homosexual entre ellos (que no necesariamente ha de estar marcada por lo carnal) sería el verdadero escándalo, que en ningún caso lo constituiría el hecho de que se sintiesen atraídos por algo más que el genio del artista y las posibilidades del mecenas.
Como suele ocurrir, el silencio deja espacio a la imaginación en un binomio de perfección nada criticable, pero que en mi caso, me niego una vez más a que se reconozca la genialidad del creador y no exista un espacio en su maravillosa arquitectura para algo más de un desamor.


Barcelona, 15 de mayo de 2015

Prisas VS Calma

En los tiempos que corren, con tanta prisa por hacerlo todo, incluso vivir, nos cuesta aceptar que el aprendizaje que supuestamente tuvimos nada tiene que ver con la VIDA. No puede ser que la vida en su origen (fuese el que fuese) estuviese concebida como la experimentamos hoy día, una incesante carrera por llegar, por conseguir, por tener, por gastar, por sentir, por amar.
Dormimos con prisas para tener que levantarnos y salir con prisas a trabajar, a pasear, a comprar. No hacemos esto o lo otro porque estamos cansados de tanto correr, y de tanto pensar que debemos correr más, o porque se ha hecho tarde y hay que madrugar. La prisa obliga. La prisa nos mata, y no lentamente. Nos mata también con prisas. Es evidente que este exceso de ganas por llegar lleva implícita una gran dosis de inconformidad, de recelos, de ansias, y aún más, de falsa responsabilidad. La peor aliada de la prisa.
Todo ha de ser perfecto. Tenemos que llegar a tiempo, los primeros. Tenemos que cumplir con todo y en el tiempo preciso, como si el dentro de un rato, o luego, o después, o mañana, no existiese. La vida se nos ha enfermado, padece de prisas, incluso extirpa palabras como calma, sosiego, paz, serenidad, descanso, quietud… y qué decir de la palabra tregua, que hasta cuesta trabajo oír que alguien la pronuncie. Supongo que algunos piensan que es castellano antiguo. Y eso, una tregua, es lo que necesitamos cada uno de nosotros, detenernos, detenernos… y ver desde la distancia cómo transcurre la vida para el resto de la gente, pero eso sí, sin asombro, porque estaremos viéndonos en un mismo espejo.
En realidad me gustaría ser una excepción en todo esto de las prisas y las treguas. Me gustaría ser de los que dejan para mañana –responsablemente- lo que podríamos hacer hoy. Dejarlo para otro momento porque siempre habrá tiempo para ejecutarlo, y porque quizás con un poco de calma lo haríamos mejor.
Echar la culpa a la sociedad no está nada mal, pero ¿quién hace, da forma y constituye la sociedad? Sin darnos cuenta nos hemos convertido en el virus socialmente inútil que inocula prisas a la vida, en la mano que oculta las piedras donde poder sentarnos de vez en vez, en el ausente susurro del silencio…
A veces pasas tan rápido que no alcanzo a percibir tu olor. Me has mirado con tal prisa que no sé de qué color son tus ojos. A veces llegas tan rápido que te pierdes la mitad del camino.


Barcelona, 18 de abril de 2016

Manuela con prisas

Manuela salía cada día de su trabajo con prisas. Recorría las pocas calles hasta el edificio donde había crecido en compañía de sus padres, y donde ahora vivía con su marido. El reloj siempre marcaba las 6:15 de la tarde cuando se abría la puerta por segunda vez y Ramón aparecía con su entrecejo fruncido y en absoluto silencio.
Manuela seguía sus pasos. Manuela callaba. Manuela preparaba la cena, corría las persianas, se escondía de las posibles miradas de los vecinos. Manuela estaba a la espera. Manuela perfumaba una y otra vez su cuerpo mientras Ramón encendía la televisión. Manuela repasaba sus brazos, sus muslos, en busca de los últimos moratones. Se quedaba inmóvil esperando que Ramón pidiese, que ordenase, que desease.
Manuela cumplía años. ¿Tomamos algo esta tarde? -le había dicho Ester, su compañera de oficina. Tengo prisa, Ramón me lleva hoy al cine –contestó. Sus pasos fueron rápidos, como siempre. Llegó al séptimo piso donde vivía. Se duchó, perfumó una vez más su cuerpo, se vistió y se fue. A las 6:15 de la tarde se abrió por segunda vez la puerta y Ramón entró. Nadie respondió a su silencio.

Una entrada por favor, para la sala 2. Gracias. Manuela se sentó cerca de la pantalla, estaba sola como cada tarde. Manuela no regresó.