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jueves, julio 29, 2010

La imperfección

Demasiado temprano en la mañana me dirijo hacia el mismo refugio de cada día; aún las sombras se forman ligeramente sobre las aceras y los recortados céspedes. No es tiempo de hojas muertas ni de caricias reconocibles, no es tiempo de andar despacio ni de cometer errores, no es tiempo de sonreír sin motivos ni de animar a cuerpos ajenos al placer. Quizás es demasiado temprano cada día, y quizás y por alguna rara razón, mis pasos cada vez son más veloces.
Al cruzar el estrecho puente que separa las almas, el espacio se me antoja abrupto e infranqueable. Siento sudorosas manos que me someten, que retienen mis sensaciones y todo se me viene encima. Las hojas de los árboles, verdes y vivas, la mierda de los pájaros anclada en las ramas desnudas, los rayos del primer sol, la sombra de todas las manos. Me siento inapropiado, vacío, equivocado. Miro con ansias de reconocer, al menos, las caricias que suben por mis piernas, los orgasmos de mis ojos, la acidez maltratante de mi estómago, las lágrimas que caen sobre mi piel.
Todo es en vano. El estrecho puente se tambaleaba bajo mis pies. Se enfurecen las voces de la mañana de las almas extraviadas. Se muerden las uñas los deseos fortuitos. Se piensan adioses nunca pronunciados. Se mueren las ganas entre sollozos. Se vacían los bolsillos de monedas oxidadas. Se mueren desde lejos palabras sueltas, inanimadas frases…
Estoy justo a mitad del camino sin saber qué más puedo hacer. Ronquidos de retardados hombres rompen el calmado silencio y los olores propios de las mañanas no me dejan respirar. Miro hasta el final de mis posibilidades sin dudar sobre todas las cosas que faltan en mi camino. Lo sé desde hace mucho tiempo, y a pesar de ello lo intento recorrer cada vez que despierto de cada una de mis nauseabundas noches. Regreso. A la mañana siguiente regreso, muy temprano, y aligero una vez más mis pasos.

París, noviembre de 2006

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