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jueves, julio 29, 2010

El camino del agua

Creo recordar que en mis inicios fui una lágrima. Desde siempre pertenecí a un cuerpo y a sus sensaciones, pero por alguna desconocida razón había permanecido en el sitio más oculto de las emociones. Alguna vez hasta llegué a pensar que no era cierta la leyenda del llanto y las lágrimas, causadas unas veces por la felicidad y otras por la tristeza, y que ambas eran algo inalcanzable.
De una manera inesperada sentí cómo se abría el espacio ante mí y una cantidad inmensa de imágenes nuevas surgieron ante mis reflejos. Adiviné la noche por el brillo de un lucero que cegaba mi camino intermitentemente. Me sentí brotar y tuve la suerte de que su mano no me arrebatase el descenso por la suave mejilla de su rostro, tal y como le ocurrió a varias de mis compañeras; ni de quedar atrapada entre sus labios que intentaban pronunciar palabras nuevas entre susurros nunca escuchados.
Suavemente, sin prisas, me dejé ir. Al deslizarme iba humedeciéndole la piel, e intentaba arrastrar a mi paso un poco del dolor del que yo había nacido. Me detuve. Miré hacia atrás y desde lo alto de su pómulo pude contemplar el brillo de su mirada, entonces un sentimiento de abandono casi me hizo llorar... pero dónde se ha visto una lágrima que llore. Decidí pues que lo importante era el camino, y que en él, el dolor se disiparía entre matices de esperanzas.
Acompañada por ciertos titubeos llegué a sus labios. Deseé por un momento la posibilidad de que se entreabriesen para yo morir en ellos, para conocer la tibieza de su boca, para regresar al cuerpo donde -tranquila y conforme- había pasado tantos años. La ilusión de devolverle en caricias húmedas mi lealtad se deshizo en un momento. Un brusco movimiento me abalanzó hacia el vacío, y esto me hizo temer por la simple integridad de mis formas. El hecho de precipitarme a lo desconocido me hacía descubrir la fortaleza de mis acuosos brazos, cosa esta que me proporcionaba un raro bienestar. Me sentía como el hombre que marcha a la guerra, o como quien sobrevive entre las olas del mar. Ante mí, que siempre había temido al don del azar, se abría un mundo de olores y ruidos, de palabras y suspiros, de inquietudes y sobresaltos...
No tuve tiempo para volver a contemplar sus tristes ojos, en ese instante supe que comenzaba para mí, el camino del agua.


Barcelona, diciembre de 2006

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