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jueves, julio 29, 2010

El hombre del baobab


He oído hablar de un chico que se fue a los montes buscando, entre animales y hojas caídas, hacerse hombre. Lo cierto es que nunca supo muy bien el camino que debía elegir. Ante él se abría la tierra; se abría el espacio formando cientos de acertijos. Se abría un manantial que ansiaba febrilmente llegar al mar sin tan siquiera saber cuántos brazos serían necesarios para ello. Se abrían noches y tardes noche, amaneceres y mediodías, se abrían palmas de manos abandonadas, extraviadas, olvidadas; se rompían huellas de antiguos caminantes, y él, jugando a estar absorto, corría sin detenerse a mirar el cielo que se iba cerrando a su paso.
Nunca se supo si amanecía, o si ya la luna buscaba su sitio, sólo se recuerdan, en los pueblos más cercanos, los chasquidos de las ramas a su paso, el crujir de la hojarasca bajo sus zapatos.
La oscuridad era ahora la dueña del tiempo. Un viento frío llegaba desde las altas montañas, devoraba el calor de las miradas que atentas le veían pasar en su agitada huída.
Se cuenta, en aquellos pueblos lejanos, que aquel chico rompía cada mañana un orgásmico deseo sobre su vientre, y que los frutos silvestres tenían el sabor de su piel. Cuentan, en aquellos pueblos cercanos a su presencia, que el gemido de su mirada se convertía en aullidos en las quietas noches. Se cuenta, en aquellos pueblos olvidados, que sus manos se aferraban al canto de los pájaros y al aleteo de los pequeños insectos con los que calmaba su hambre. Cuentan que la amarga sabia de los árboles humedecía sus labios y que la fuerza de su pecho se convertía en rabia por no poder alcanzar lo que estaba por encima de sus hombros. Pero cuentan también que en las madrugadas bebía sus lágrimas, y que acechaba alguna mariposa nocturna para intentar volar en sus sueños.
Cuentan que una tarde de recia lluvia se inundaron los montes, que el manantial al fin encontró los brazos que le llevarían lejos, y que ese chico, ahora convertido en hombre, se había dejado arrastrar por las fuertes corrientes cuando entre sollozos y espasmos buscaba el placer en sus manos. Dicen que se encontraron girones de su camisa, que paseó su desnudez entre ortigas y madreselvas, que se desplomó de tanto querer alcanzar la otra orilla, incluso cuando sabía que era lejana. Algunos creyeron oír un grito de auxilio… pero no, su boca había enmudecido para el resto de los hombres, su lengua la había atado con restos de su camisa, y los botones se habían saltado para siempre.
Mas sólo yo sé sobre el destino de ese hombre. Cuando pretendía no ser alcanzado por la lluvia, cuando intentaba no ser arrastrado por el manantial, se tropezó cara con tronco con un inmenso baobab que se interponía en su camino. No supo esquivarlo, no pudo llegar con sus pasos hasta el otro extremo ansiado de la vida. Sintió un golpe seco en su memoria y sus brazos quedaron embebidos en una masa tierna y fresca. Se sintió recorrer, o más bien renacer en un laberinto de oscuros recovecos. Se sintió dentro de algo sin saber bien qué era lo que formaba un cálido gran abrazo desde sus piernas. Se dejó hacer la más grande y anhelada de las caricias, se dejó, abandonado y quieto fluir por las angostas calles del monte. Se dejó crecer de una vez por todas. Sintió cómo se le agolpaban palabras nuevas en los ojos, y no pudo pronunciarlas. Sólo pudo ver un desfile imparable de ilusiones y miedos, de gozos y muertes, de vidas y deseos ajenos.
Durante varios meses la calma volvió a los montes cercanos a aquellos lejanos pueblos. La lluvia se hizo quieta, silenciosa; el revuelto manantial volvió a susurrar su paso entre hierbas y hocicos de animales mansos. La tarde volvió a ser tarde, y las mañanas y las noches se sucedieron como siempre. Una mañana estival en que unos desesperados jóvenes disfrutaban de su pasión bajo un frondoso árbol, y mientras sus besos iban y venían, y sus manos se buscaban sin cesar, algo cayó a su lado, algo desconocidamente hermoso. El enorme baobab del monte cercano a aquellos lejanos pueblos daba su fruto, su único fruto. La suave pulpa que brotó de la sedosa cáscara fue a parar sobre los cuerpos de aquellos dos hombres que se ocultaban para poder amarse, se entremezcló con el estupor de la sorpresa. Un raro sabor viril se adivinaba en el jugo que bañaba las lenguas de los amantes mientras devoraban sus sexos, mientras sus manos se perdían entre sus piernas. El monte devolvía al hombre que espantado por los ruidos del mundo creyó perderse para siempre.
Yo sé que esto sucedió, pues al despertar de un día cualquiera le vi correr en dirección contraria a sus inicios, y al volver la vista en su busca, sólo alcancé a ver el reflejo de unas ramas moviéndose al viento, y a sentir un sabor de amarga fruta deshaciéndose entre mis labios.

En Barcelona, a 23 de abril de 2008. (Foto de archivo)

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