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sábado, abril 02, 2011

Entre tantos...



No me detengo. Insisto. Tropiezo. Avanzo. Me descubro. Me sugiero. Regreso. Desaparezco. Camino. Vuelvo. Aparto. Me veo. Existo. Miro. Me sorprendo. Te sigo.

sábado, marzo 26, 2011

Excuseme, but my name no es Rudy O'donell (carta a un amigo)


Hace tiempo que esta historia ocurrió, en la época en que amanecer boca abajo, tendido en una playa desierta, era tan apacible como común. Mi brazo derecho aún no había abandonado mi cuerpo en busca de lo desconocido de tu piel y mi corazón latía de aquella única manera de que era capaz, a intervalos inquietantes según decían todos.

Me había levantado esa mañana con unos deseos enormes de codicia. Quería tu cuerpo, tus deseos, tus sueños, tu mirada. Ansiaba todo lo que manase desesperadamente de tu vida, todo lo que surgiese de manera tan provocadora como tu sonrisa. La vida era una especie de sortilegio en el que uno de los dos saldría ganador. Eso era inevitable, aunque no pretendieras dañar mi cuerpo ni mi centro acústico del amor, convertido en canciones sin prisas. Sería imposible, tus manos se abalanzarían sobre mí en cualquier momento para callar mi voz del otro lado de la calle, o mis descarados atisbos de tu intimidad. Yo esperaba.

En aquella época el estar a tu lado era como disfrutar de las antiguas caricias de un cansado amor de fin de semana. Las abiertas palabras convertidas en injurias de deseos eran oídas por los aburridos y estupefactos muros de nuestras casas, mientras yo esperaba el amanecer, y con él, el sol de tus ojos. Todo esto ocurría en una época en que adivinar lo que vendría me hacía apurar el paso, a pesar de saber que el espacio estaba cerrado de alguna manera a tu alrededor, y que yo tendría que conquistarte si quería romper la matemática línea de la paralelidad y convertirla, y detenerla, en el punto de convergencia en que, absorto, el hombre contempla su camino. 

Me detuve y pude ver cómo se alejaba la imagen de un campo de maíz para dar paso a un inerte espacio de calma. Quedé conforme porque descubrí que existían cosas que no desaparecerían. Me pregunté qué pasaba conmigo, con mi despavorida visión de la realidad, y supe que no te marcharías nunca de mi vida, que yo lo intentaría todo -desde el silencio de los gritos- para coincidir de vez en vez con tus pasos.

Ahora el tiempo tiene huellas, y yo adivino en las calles transitadas tus pasos, hasta he descubierto alguna vez que necesitaré algún día mandarte a la mierda porque sé que te enviaría a la mierda más entrañable entre las mierdas. Ya ves, esto que tendría que ser un cuento tiene forma de hombres sin afeitar que caminan por aceras prohibidas. Ya sabes que te quiero. De aquella tan rara manera que se quieren a los escogidos para construir nuestra propia historia, para que en un capítulo de la vida-cuento que nos toca a cada uno se pueda escribir "... apareció un mediodía casi colgado de una de sus piernas en un balcón en un viejo barrio de una vieja ciudad, su abierto pecho de risueños pezones infantiles dijeron hola, y yo dibujé una sonrisa de inaudito asombro en mi rostro".

Ahora puede que te preguntes que de qué va esto que escribo. Simple. De amistad, de amor, de saciable alegría, de ganas de decirlo incluso cuando lo sepas. De escribirlo para que quede, aunque sea en un abandonado cajón de escritorio, al menos confundido entre tus recuerdos. Y quiero tu silencio. No necesito respuestas ni certezas. Me basta con haberte hecho entrar en mi vida, y en que de alguna manera estés en ella. No he utilizado cerrojos para esta amistad, aunque tampoco dejé espacios exageradamente vacíos, y parece que esta táctica que no tiene por qué ser estrategia, va dando resultados.

Sería fantástico que con el paso de los años pudieses decir "...tengo un amigo que nació en La Habana".


(En Barcelona, a 21 de agosto de 2002, puede que cuando ya hacen diez años que nos conocemos, y ligeramente emocionado.)

viernes, marzo 25, 2011

La Isla de los Pelícanos




(Indudablemente hay pelícanos que a veces sustituyen a los ángeles)


Cuenta la leyenda que en esta isla, la Isla de los Pelícanos, hace mucho, mucho tiempo, en la época de piratas y corsarios...

Transcurría el año 1910 y el famoso arqueólogo Roger Dubois, en una visita a la Isla de los Pelícanos, en las cercanías costeras del Pacífico y próxima a la población indígena de Mazatlán, localizó un posible cementerio, pues al atardecer pudo apreciar el característico fuego fatuo que se eleva sobre las tumbas.

Al practicar algunas excavaciones, y cuando la monotonía comenzaba a hacerles desistir, dos de su auxiliares golpearon - a la vez - una superficie dura. Esta casualidad no cobró mayor importancia hasta un buen rato después, en el cual quedaron sorprendidos de que ambos habían dado con un mismo ataúd.

Cuenta  la leyenda que en esta isla desembarcaba sus riquezas el Almirante Fernando Arbizu de Mosquera, que luego de abandonar a su esposa en la noche de bodas y de dar muerte a los dos hermanos de ella que intentaron impedir su huida, no tuvo otra opción que convertirse en el terrible y ansiado Corsario de Arbizu.

Durante unas de  sus de miles batallas hizo prisionero a un notable pirata de aquel entonces, el capitán Germán Palenzuela, a quien sus hazañas de conquistador que nunca privaba de la vida a sus prisioneros, le habían hecho más que conocido. Su renombrada reputación de hombre solitario y romántico, había provocado ciertos rumores entre sus hombres, pero su valentía y arrojo los había disipado, siendo para todos el Pirata Consolación.

En aquella batalla, e insisto que es muy reconocida en todo el Pacífico, en que el Corsario de Arbizu hizo prisionero al Pirata Consolación, a causa del fuego cruzado entre los barcos, las respectivas tripulaciones quedaron reducidas a cinco marineros. Luego de hundido el velero Marina, se dirigieron todos a la Isla de los Pelícanos, que en esa época era conocida como la Isla del Diamante.

Una vez allí y después de curar sus heridas, los dos aventurados piratas comenzaron a contarse sus proezas, dichas y desdichas, hasta quedar presos de sus soledades. Transcurría un atardecer en el que la brisa traía los cánticos de los indios que en la costa invocaban al Dios de la lluvia.

El Corsario de Arbizu se contemplaba en los cálidos ojos del Pirata Consolación, que húmedos por la  fiebre se confundían con dos pozos de agua  termales. Arbizu intentó sumergirse en ellos y el fuego del cuerpo de Consolación le quemó el pecho. El abrazo fue inevitable, y en el justo momento en que sus torsos repletos de batallas y cicatrices se fundían, el leal oficial de a bordo del Almirante Fernando se abalanzó sobre Consolación para evitar que este -a su parecer- agrediese a su respetado capitán. Un grito sordo flotó en el quieto aire sobre los sangrantes cuerpos, y un apasionado asombro quedó para siempre en el rostro de Arbizu. 

En la arena, entre guijarros y algas, consternado, el leal oficial de abordo lamentaba su error. Mientras, el Almirante Fernando Arbizu de Mosquera, ordenaba construir un gran ataúd para su querido adversario.

Al desenterrar el ya deshecho cajón, los arqueólogos quedaron atónitos ante tal  amalgama ósea, y maravillados al reconocer sendos blasones de oro que rodeaban a cada una de las estructuras torácicas. Era indudable. Estaban ante la tumba de los capitanes de Arbizu y Consolación.

Cuenta la leyenda que aquella tarde Arbizu, luego de comprobar la solidez del ataúd, se hizo enterrar vivo junto a su amado corsario. Era tan grande el estupor de los marinos ante lo que ocurría, que el silencio cayó sobre ellos, y toda la isla quedó cubierta por cientos de pelícanos.

El último grito de dolor del Almirante Fernando Arbizu de Mosquera hizo que los pelícanos  desalaran el agua de mar en sus bolsas y al sobrevolar la costa, la dejasen caer en forma de lluvia. Los indios agradecieron a su Dios por aliviarles de la sequía, sin saber que la lluvia que haría crecer sus cultivos era simplemente el llanto de corsarios y piratas.

Cuenta la leyenda, cuenta, que esto ocurrió, simplemente y hace muchos años, en la Isla de los Pelícanos.

(Libro de viaje de William Towers, 1999) 

martes, marzo 08, 2011

De dónde vienes

De dónde vienes mujer, de los caminos.


De dónde vienes gaviota, del aire.

De dónde vienes canción, de las gargantas.

De dónde vienes ensueño, de la oscuridad.

De dónde vienes palabra, de los gritos.

De dónde vienes silencio, de la muerte.

De dónde vienes placer, de la vida.

Y yo, ¿hacia dónde voy?

(... a las alas de cada mujer)

domingo, febrero 20, 2011

Tu mirada

Me adelanto, siempre al margen de tus abrazos, con la rapidez de las gacelas,
con temor a que desaparezcas.
Me adelanto porque no conozco la razón exacta de las imágenes que se reparten desordenadas en mi camino.
Me adelanto sin pronunciar palabras, aquieto mis dudas, remuevo la paz.
Echo a correr de espaldas porque quiero tropezar con tu mirada.

sábado, febrero 12, 2011

Al doblar la esquina

Me han dicho que justo al doblar la esquina te encontraré. Quedé pensativo durante un buen rato, pues no voy en busca de nada. Simplemente transito, conduzco, vuelo, atravieso “el breve espacio” en que se supone que existimos. De regreso a mis desvelos, cuando sólo faltaban algunos pasos para comenzar a morir de pereza, recordé que en cualquier esquina puede uno encontrar la felicidad y di la vuelta. Insistí en recordar la esquina que me reservaba tan prometido encuentro y caí  en cuenta de que era simplemente: al doblar la esquina. Corrí, volé y a grandes saltos comencé a recorrer la ciudad dibujada en lineales calles repletas de gentes  perdidas.
Sin más, aparecieron por un lado las calles Galiano, Prado, Obispo, 23, Neptuno, que surgían inesperadamente, en continuo desorden, al igual que a mi derecha, por la que desfilaban  Dragones, Oficios, Malecón, L, Compostela, Reina, Campanario… No podía orientar mis pasos, no sabía qué camino exacto tomar. Cuando casi llegaba al mar, en una zona que me era desconocida, encontré la piedra que tanteas veces ha aparecido en mi vida, y me senté a descansar. Fue inevitable reconsiderar por qué las calles de siempre habían dejado de coincidir, por qué se alejaban unas de otras dejándonos como regalo la abrupta realidad de los hombres extraviados.
Me adormecí con los ruidos marinos de aquel anónimo mar, y entre cánticos de caracolas muertas escuché la dulce voz de mi bisabuela Amparo: “Llévame hasta Prado y Malecón, anda mi`jo, que allí aguarda por nosotros la libertad, pero esta vez hazme caminar de prisa que a pesar de mis años quiero volver a ver -desde la muerte- cómo vuelven a coincidir las esquinas en nuestra ciudad.

(A mis amigos de siempre, con el deseo de fundirnos en un gran abrazo en cualquiera de nuestras esquinas)

Barcelona, 12 de febrero de 2011

jueves, febrero 03, 2011

Oxigenado corazón

Y allí estabas tú, con tu corte de pelo más que moderno y oxigenado, con tu piercing en algún sitio de la cara y con tus seguramente ocultos tatuajes, mirándome de aquella rara manera con la que se desvela una atracción inesperada. Con tus enormes cascos llenando de música tus ojos, con tu gran bolsa imitación de Prada y con un tintineo gracioso en tus rodillas. Yo no podía dejar de contemplarte, y entonces tú, en un acto de bondad inesperada sonreíste, y yo, adiviné tu intención de ofrecerme el asiento. Esto bastó para que mis ojos escaparan de los tuyos, para que emprendiese una loca carrera al recuerdo con mis cansadas piernas, a darme cuenta que nunca me oxigené el pelo, ni tatué mi cuerpo, ni usé cascos porque me agobiaban y que los bolsos siempre me habían gustado. De pronto, el silbido del tren avisó mi parada, y de pronto me di cuenta que era nuestra parada. Cada cual en su puerta de salida, cada cual con sus motivos. Salimos casi al unísono, pero tú comenzaste a subir las escaleras a saltos, en un alarde de juvenil desenfado. Yo esperé la corta cola que hacía el resto de los viajantes en la escalera mecánica. ¿Para qué tener prisas?, pensé mientras te veía subir y recordaba que hace ya algunos años también subía a saltos las escalinatas de la universidad. Miré cómo te alejabas sin mirar atrás, sin darte cuenta de que yo no iba a seguirte, y entonces caí en cuenta que aún soy capaz de alargar los pasos y saltar cuando vale la pena, sobre todo si es para seguir encaramado en la vida.

Barcelona, 3 de feb. De 2011

jueves, enero 06, 2011

Sin título/sin imágenes

Todos bajan al hueco de la ciudad: los sin piernas, los sin dientes, los sin manos, los sin rostro, incluso yo. Todos bajan al hueco de la ciudad y siento un dolor enorme en venas que no son de mis brazos. Venas de gentes que no conozco, de gentes que no veo, que no toco, que no existen.
Todos bajan al hueco de la ciudad y es como el recreo en el antiguo patio de la escuela.
Hay gritos de guerra, hay tolerancia, hay disciplina, hay horrores. Y sobre todo hay gentes que no existen.
Todos bajan al hueco de la ciudad, incluso yo. Todos bajan al hueco de la ciudad.
Algunos no regresan.


Lisboa, sept.-oct., 1998

martes, enero 04, 2011

Sílabas calladas

En mi adolescencia nunca llegué a pronunciar su nombre. Entre lo desconocido y lo subversivo se quedaba cada sílaba, y no quería arriesgarme al dedo que señala por una mala actriz. Así transcurrió el tiempo de miradas sugestivas, provocadores pechos e insinuantes caderas. Sus pantalones a mitad de pierna y sus camisas anudadas en la marcada redondez abdominal de su cuerpo me hacían revivir los álbumes de fotos familiares, pero yo continuaba sin pronunciar su nombre. Pero bastó aquella noche en que sonó el teléfono, y su voz –que me resultó altisonante a causa de la distancia- pronunció un nombre desconocido para mí, para que permaneciese durante cinco minutos y medio sin habla y a la espera de las prohibiciones. Contesté simplemente que era un número equivocado, que estaba comunicando con una casa de simples trabajadores revolucionarios, que debería marcar el número correctamente. Ella continuó con algunas frases que Merceditas, la profesora de inglés, no me había enseñado en los inagotables mediodías de masarreales y limonada, y que yo intentaba comprender. Todo fue en vano. Tras varios intentos supongo que ella desistió de establecer una nueva comunicación, ante lo cual me sentí absurdamente estúpido. Fue entonces que comenzó para mí  un verdadero calvario: conseguir comunicar con el número internacional marcando una vez el cero, y dejándolo retenido una segunda vez, por si acaso al dejar que el disco terminase su vuelta, alguien al otro lado del aparato me decía “… internacional, un momento por favor”. Un día tras otro, y otro más, y otro, y semanas de doce días, y meses de otoños precavidos… y nada. Yo había decidido pronunciar su nombre… ¡a buena hora carajo!
Recuerdo que una madrugada, pasado quizás un año, me desperté con un inesperado entusiasmo. Me dirigí al teléfono del salón, marqué el cero cero y le pedí amablemente a la operadora me pasase con el número que tenía anotado en el borde de una manoseada edición del  periódico Granma. Con mucho gusto, me contestó la voz internacional. Transcurridos unos segundos me alertó. El número marcado no corresponde a ningún abonado. ¿Quiere que le pase con otro número para que aproveche la oportunidad de hablar con el extranjero? Ante tal amabilidad me quedé asombrado, y sólo atiné a darle las gracias y preguntarle su nombre. Bueno, no es que yo no quiera, pero no nos permiten identificarnos con los usuarios. Insistí. Incluso le dije que si quería me mantenía en línea para que ella avisara a algún amigo suyo y que aprovechara la llamada. Me miró fijo, o al menos eso pensé yo que hacía, y me dijo: no te preocupes que ya lo tengo en línea desde hace un rato… Luego se mantuvo en silencio durante unos segundos. Su voz volvió a escucharse con el tono más distante posible. Su tiempo de espera ha terminado, le ha atendido Marilyn… Entonces yo, en un último y casi desesperado intento pronuncié su nombre: Marilyn no jodas chica, márcame de nuevo.

(Foto de archivo)

Vampiros

Con paso firme se aproximó a la entrada de aquel bar, nunca olvidaría su nombre, Sloppy Joe’s. La extensa barra repleta de hombres desnudos hacía acelerar su pulso y sin saber cómo, se encontró sentado a los pies de uno de ellos que lucía un tatuaje en el vientre.
No dejaba de observar los movimientos que hacía constantemente con su cuerpo. Una vez dominado su estupor, sonrió. Todas las miradas estaban fijas en él. Todos esperaban ver cómo su ropa caería al suelo, para después ir a parar a un viejo colgador que ocupaba el centro del salón.
Alisó su pelo delicadamente y arrancó con placer cada uno de los botones de su camisa. La caricia suave de una mano lujuriosamente desconocida hizo que la sangre se agolpara en sus pezones y que un frío penetrante le llegara al pubis. Estaba allí, ocultando su verdadero significado. Ya sus pantalones recorrían las manos deseosas de algunos jóvenes, cuando un señor se acercó de rodillas, casi arrastrándose, y comenzó a lamerle los tobillos. Un suspiro casi endemoniado salió de muy dentro de él, y el éxtasis comenzó a apoderarse de todos.
A su derecha dos hombres chupaban sus sexos de manera estrepitosa y otro poseía a un adolescente que, en su temor a lo desconocido, no había accedido a desnudarse, consiguiendo solamente que rasgaran su ropa y que le poseyeran a medio vestir. Gemidos de placer llenaban los rincones del bar, sobre la barra los hombres dejaban un aliento cargado de sexo y alcohol, y un escalofriante olor a macho se dibujaba en el humo de los cigarrillos a medio fumar.
Su excitación ya era aprovechada por dos golosos que succionaban su pene, en tanto que él se adueñaba de dos sudorosos cuerpos que se frotaban entre sí. El ligero bigote que cubría sus labios no era suficiente. Comenzó a sentir que su orgasmo estaba dispuesto a comenzar cuando su alma de vampiro le hizo derramar leche por sus desafiantes pezones, y sus colmillos  le herían de deseos. Apartó a dos que manoseaban su cuerpo y con los ojos cubiertos de lágrimas pidió al barman que apagara la luz. La penumbra que sobrevino sólo logró avivar más las ansias, y las lenguas se precipitaban de boca en boca con la mayor fruición imaginable. Todo su cuerpo era como si flotara, y en el preciso instante de eyacular se abalanzó sobre el hombre del tatuaje en el vientre y se apoderó de su cuello; un suave mordisco bastó para hacerle saber que era el elegido, y los dos, abrazados, se echaron al suelo sobre un amasijo de ropas, sudor y ganas. Entonces se amaron. Con el amanecer los cuerpos somnolientos fueron despareciendo uno tras otro.
Al despertar, el del vientre tatuado buscó alguna marca en su cuello, intentó recordar algún agudo dolor y sólo consiguió volver a eyacular, al apoderarse de su mente la sensación que lo había embargado en la noche. Ya vestido, inclinado sobre la barra y mirando por la cristalera a los transeúntes madrugadores, advirtió a un joven de cabello delicadamente alisado y bigote fino recostado a una columna del portal. En su mirada había un toque de complicidad que le resultaba familiar. Salió del bar dejando las puertas abiertas de par en par y fue directo hacia él. Le tomó del brazo derecho y le hizo girar. Los que pasaban a su alrededor en ese instante quedaron atónitos ante tal brusquedad. No podía contenerse. Le abrazó y buscó su boca con la lengua, gimió todos los deseos de la mañana, un frío intenso recorrió todo su pubis, sus pezones se endurecían cada vez más.
No pudo evitar lamer el cuello de aquel joven mientras su mano le apretaba el sexo desesperadamente y el sudor corría por su cuerpo. Esto no le dejó advertir que de sus tetillas manaba leche, la misma leche que en la noche anterior le había hecho languidecer entre orgasmos. En ese momento clavó con fuerza los colmillos en la fresca carne de su poseído, sintió cómo la sangre quemaba sus labios y cómo eyaculaba con un placer desconocido. Se sintió flotar, alzó la vista y en lo alto del portal, entre tabiques ennegrecidos por el humo de los coches, le observaba el hombre que se arrancó los botones de la camisa, el hombre que había estado sentado a sus pies, el hombre que para siempre le había regalado el placer de la leche y la sangre.
Sin más, abandonó la entrada del Sloppy Joe`s Bar y comenzó a alejarse a través de los portales de una desesperada Habana. Caminaba despacio, decidido, olvidado, dejando tras sí la consternación entre la gente que al amanecer intentaba encontrar su lugar en la ciudad. Estuvo a punto de detenerse y girar sobre sus pasos para ver por última vez el rostro perplejo y confundido de aquel, en el que una mirada sin explicación esperaba la llegada de la noche; pero no lo hizo, continuó alejándose cada vez más de sus desvelos.

Barcelona, 21 de diciembre de 1994  

(Foto de archivo)