Manuela salía cada día de su
trabajo con prisas. Recorría las pocas calles hasta el edificio donde había
crecido en compañía de sus padres, y donde ahora vivía con su marido. El reloj
siempre marcaba las 6:15 de la tarde cuando se abría la puerta por segunda vez
y Ramón aparecía con su entrecejo fruncido y en absoluto silencio.
Manuela seguía sus pasos. Manuela
callaba. Manuela preparaba la cena, corría las persianas, se escondía de las
posibles miradas de los vecinos. Manuela estaba a la espera. Manuela perfumaba
una y otra vez su cuerpo mientras Ramón encendía la televisión. Manuela
repasaba sus brazos, sus muslos, en busca de los últimos moratones. Se quedaba
inmóvil esperando que Ramón pidiese, que ordenase, que desease.
Manuela cumplía años. ¿Tomamos
algo esta tarde? -le había dicho Ester, su compañera de oficina. Tengo prisa,
Ramón me lleva hoy al cine –contestó. Sus pasos fueron rápidos, como siempre.
Llegó al séptimo piso donde vivía. Se duchó, perfumó una vez más su cuerpo, se
vistió y se fue. A las 6:15 de la tarde se abrió por segunda vez la puerta y
Ramón entró. Nadie respondió a su silencio.
Una entrada por favor, para la
sala 2. Gracias. Manuela se sentó cerca de la pantalla, estaba sola como cada
tarde. Manuela no regresó.
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