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domingo, diciembre 05, 2010

Se alejó silbando

Una mañana me desperté con unas ganas enormes de salir de viaje. Hice un breve recorrido y me compré todos los zapatos del mundo. Me calcé de impaciencia y comencé a andar. La piel era suave, dócil; el pisar tranquilo, lleno de anhelos. Me sentí frívolo ante tanta comodidad... y regresé. Regresé al punto de partida y deshice las maletas con una gran resignación. Opté por un calzado más ligero, de madera y cuero de potro salvaje. Entonces salí tan de prisa que temí desbocar los deseos. Más que un viaje era cabalgar. También tuve que regresar porque tenía los pies deshechos.
Con casi todo el cuerpo sumergido en aguas aromáticas, no dejaba de contemplar la enorme colección de zapatos que tenía ante mi. De puntera fina, cuadrada, redonda, de pala, cordones, sandalias de tiras, al dedo. Más altos, más bajos, azules, negros, marrones, amarillos... con brillo, mates, de piel vuelta... Vuelta a empezar. Del armario saqué unos calcetines verdes y me puse los zapatos de Manacho, que como reza un dicho de una tierra algo lejana, son de tacón y... ¡sorpresa!, salí a la calle en busca del próximo destino a ritmo de cha cha chá, porque estos eran los zapatos de bailar. A dos tonos, de reluciente piel vacuna y encerados cordones, de punta fina y tacón fuerte. De repente estaba girando sobre ellos con la magia de los cuentos. De pronto la música terminó y me vi obligado a un silencioso blues que para nada iba con mis festivos zapatos. Me decidí entonces por un solo de tolerancia y regresé, dibujando únicamente sobre la calle algunos pasos de chulería infinita.
A estas alturas ya se me había escapado parte del tiempo que tenía para mi maravilloso viaje, y aún no había logrado alcanzar ni unos cuantos kilómetros de lejanía. Insistí una y otra vez, hasta lo intenté con unas patas de rana de sólida goma roja. Nada.
Pensé en una solución que al principio resultaba un poco disparatada, pero que después fue tomando forma y dejó de serlo, al menos un poco. Subí a la azotea, metidos en una gran bolsa, todos los zapatos del mundo que había comprado. Dejé un extremo de la bolsa abierto y comencé a dar vueltas sobre mí como un poseso. Al conseguir gran velocidad, dejé escapar a cada uno de los zapatos, para que llegasen cuan lejos fueran capaces de llegar. Así lo hice. Fue tanta la velocidad que alcancé que oí repicar las campanas de la iglesia cinco veces seguidas. Mi pelo envolvía mi aliento que se escapaba en forma de gemidos. La mirada se me salía de los ojos y desde lo alto contemplaba el rumbo de cada zapato: sentí una gran nostalgia por algún par que, ante el temor a la separación, se habían anudado fuertemente, y ahora simulaban reguiletes volantes en el espacio recortado en el cielo. Contemplé la audacia de algunos que prometían llegar muy lejos; otros de un sosiego inaudito, se sentaron a ver pasar la tarde en un cercano parque.
Una sandalia blanca, que de tan blanca guardaba como un tatuaje la huella de mi pie derecho, decidió no abandonarme y se refugió en la salida de humos del edificio...
De esto que les cuento ya han pasado varios años. ¿Volver a verles? No. Puede que haya coincidido con alguno alguna vez, pero no he estado seguro de reconocerle. Lo que sí es cierto es que recibí por correo, hace dos años, una suela certificada de piel virgen y por sus marcas supe que pertenecieron a los zapatos con los que recorrí el viaje de mi ultimo deseo.
Cuando me quedé allá arriba, en la azotea, con el saco vacío y solo... solo no, miento, cuando me quedé en la azotea acompañado por la leal sandalia blanca, pensé que el tiempo sería siempre el responsable. Basta con tan solo salirse del ruido para conocer el silencio, y es entonces cuando volvemos a querer salir de viaje, calzando zapatos o nubes, da igual, aunque a veces sea suficiente con extender la mano. Puede que esta sea la moraleja.

Yo, que lo había visto hablar consigo mismo desde lejos, no le perdí ni pie ni pisada. Aquel hombre recogió el cajón de los betunes y se alejó silbando una melodía que yo nunca había escuchado.

Barcelona, 1 de agosto de 2001 (con un calor sofocante)

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