Cada tarde íbamos en busca del reencuentro, sin saber muy bien qué buscar. Ellos partían en trozos irrecuperables sus pasos ignorando –quizás un poco- la necesidad de regresar. Yo seguía con la mirada quieta de los incautos cada gesto, cada intención, cada desespero de sus voces. Recorríamos uno tras otro las estrechas calles contiguas a la Plaza Real. Ellos ignoraban los charcos pestilentes, y yo, temeroso de arrastrar el hedor que flotaba entre las paredes de puertas entreabiertas, daba saltos inquietantes y desmesurados.
Nos mirábamos desde la distancia. El recorrido insalvable del diálogo hacía que acercáramos nuestras ansias en busca de saber más uno del otro, y yo de ellos. Con uno el silencio perseverante y la duda, con otro, el a veces desaliñado cabello sobre la nuca. No permitíamos confusiones ni duplicidades. Entre palabras e imágenes me deslizaba yo al final de cada encuentro, y el roce de una mano inquieta me hacía saber que era hora de marchar.
Aún oigo en mis recuerdos la voz de Felipe, alegre, sugerente, de refinamiento casual. A Jaime lo escucho, didácticamente elegante, seguro de sus sílabas y con el inevitable aire de quietud armoniosa. Amantes en ilusiones y miedos, amantes en verbos y fotografías, amantes en atardeceres y en el agotamiento. Uno de superficie altiva, otro de soterrados anhelos, y yo, como el recién llegado que se sienta al margen de los hechos, en la esquina más alejada de la mesa, a la espera de que alguien pronuncie su nombre.
(Cartel Juegos Centroamericanos, archivo)
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